Hay un día, aquí en Canarias, en el que el mar parece realmente detenerse. No porque no haya olas o viento, sino porque todo —el tiempo, las personas, incluso el ritmo de la vida cotidiana— se recoge en torno a algo más grande: la Fiesta del Carmen.
Es una celebración popular y religiosa, sí, pero sobre todo es un momento colectivo de amor y respeto por el mar y por quienes, cada día, viven gracias a él.
La protagonista es la Virgen del Carmen, considerada la patrona de los pescadores y marineros. A ella acuden las familias cuando un hijo parte hacia el mar, a ella se encomiendan los pescadores antes de zarpar, y a ella se dedica esta fiesta que cada año, en el mes de julio, transforma pueblos enteros en escenarios emocionantes y profundamente vivos.
El día comienza temprano: ya por la mañana el aire está cargado de algo especial. Las calles se llenan de sonidos, aromas, preparativos, y se percibe un sentimiento de espera compartida. En la iglesia se celebra la misa solemne, a la que asisten ancianos, jóvenes, niños, familias enteras y turistas curiosos. Todos diferentes, pero unidos por un sentimiento sencillo y fuerte: la necesidad de rendir homenaje.
Tras la misa, la estatua de la Virgen es sacada de la iglesia, entre pétalos de flores lanzados desde los balcones, aplausos, cantos y el sonido de la banda que acompaña la procesión. Los pescadores, a menudo vestidos con los uniformes de la cofradía o con sus trajes tradicionales, llevan la imagen a hombros, lentamente, por las calles que bajan hacia el puerto. Es difícil explicar lo que se siente al ver esa caminata silenciosa y solemne: hay algo que conmueve, incluso si uno no es creyente. Tal vez sea porque, por un instante, se percibe un vínculo profundo entre las personas, el lugar y la memoria.
Cuando la Virgen llega al puerto, todo se concentra en uno de los momentos más esperados: la procesión marítima. La imagen se coloca con cuidado en una barca, la más hermosa y decorada de la flota, y desde allí zarpa acompañada por decenas de otras embarcaciones: barcos de pesca, lanchas, motos de agua, incluso ferris turísticos. Todos participan. Las embarcaciones se siguen unas a otras como en una danza lenta sobre el agua, entre sirenas que suenan, banderas ondeando, oraciones, cantos y personas que saludan desde la costa. Algunos lanzan flores al mar, otros se emocionan en silencio, y por un momento parece realmente que el mar mismo acoge la fiesta como un invitado especial.
Al regresar a tierra, la fiesta cambia de rostro. De la solemnidad se pasa a la alegría. Las calles se llenan de música en vivo, grupos folclóricos, puestos gastronómicos, artesanía, juegos para niños. Los restaurantes colocan mesas al aire libre, se sirven platos típicos como las papas arrugadas, el pulpo a la gallega, el gofio y, por supuesto, pescado fresquísimo preparado de todas las maneras posibles. Se baila hasta tarde, a menudo descalzos, y se ríe mucho.
La noche casi siempre termina con un espectáculo de fuegos artificiales: luces que se reflejan en el agua e iluminan los rostros de quienes miran en silencio, con el corazón lleno.
Participar en la Fiesta del Carmen no es solo presenciar una celebración: es entrar, por un día, en el corazón más profundo de la identidad canaria. No hace falta entenderlo todo, no hace falta conocer a nadie. Basta con estar allí, dejarse llevar por el sonido de las sirenas, el aroma del mar, la humanidad que esta celebración consigue poner en circulación. Es un momento de pertenencia que acoge a todos y que, créeme, se queda para siempre.