Alza la vista en la Plaza de San Marcos, justo en la esquina norte, y déjate atrapar por un latido que no es un corazón sino un repique. Dos figuras oscuras, imponentes, levantan los brazos y con un golpe decidido marcan el paso del tiempo. Son los célebres Moros de la Torre del Reloj de Venecia, que desde hace más de quinientos años acompañan la vida de la ciudad.
Detrás de esos bronces, sin embargo, según una sugestiva teoría, no se ocultarían solo el ingenio y el arte renacentista. Podría estar también la memoria de un rey venido de lejos, de las islas volcánicas en medio del Atlántico: Tenerife.
Entre 1496 y 1499, cuando Venecia estaba en pleno apogeo, se erigió la Torre del Reloj, proyectada por Mauro Codussi. El edificio debía impresionar a cualquiera que llegara a la Plaza de San Marcos: un signo de prosperidad, orden y dominio sobre el mismo tiempo. En el centro, un reloj astronómico que todavía hoy fascina con sus símbolos zodiacales y sus ingeniosos mecanismos. Pero lo que más llama la atención son ellos, los dos gigantescos bronces que marcan las horas con pesadas mazas. Desde hace siglos se los llama los “Moros”, por el color oscuro de su piel, pero esa definición podría ocultar un pasado mucho más rico en significados.
En el mismo periodo en que la Torre tomaba forma, el Atlántico vivía momentos de gran transformación. En 1496, los castellanos completaron la conquista de Tenerife, la última de las islas Canarias en caer. Los Reyes Católicos capturaron a siete Menceyes, los reyes-guerreros guanches que lideraban a las poblaciones locales. Entre ellos estaba Don Enrique Canario de Icoden, conocido como Mencey Belicar, descrito en las crónicas como “el más famoso y el más bello”. Su destino fue distinto al de los demás: se convirtió en un “regalo diplomático” para la Serenísima. El viaje de este rey derrotado fue increíble. Desde Tenerife llegó a Barcelona, luego a Valencia, después cruzó el Mediterráneo hasta Túnez y finalmente desembarcó en Venecia el 17 de mayo de 1497. Ese mismo año en que, curiosamente, el escultor Paolo Savin modelaba los dos Moros que aún hoy marcan las horas.
Para los venecianos del Quattrocento, aquel hombre de anchas espaldas, piel ambarina y cabellos rizados debía de parecer una visión exótica. Los llamaban genéricamente “Moros”, pero los detalles que quedaron en la memoria y en las crónicas hacen pensar en un retrato más fiel de lo previsto. Las estatuas de bronce, de hecho, no visten ropajes venecianos: tienen un aire sencillo, casi primitivo, y sobre todo sostienen en la mano la sunta, una maza pesada con extremo reforzado, típica arma de los guanches. Un elemento demasiado preciso para ser casualidad. Y entonces surge espontáneamente la pregunta: ¿se inspiró Paolo Savin precisamente en el Mencey de Tenerife para esculpir a los Moros del Reloj?
Sea cierta o no la hipótesis, la idea fascina porque encaja perfectamente con el espíritu de la Serenísima. Venecia era un mosaico de pueblos, un puerto que acogía a mercaderes, viajeros y embajadores de Oriente y Occidente. ¿Por qué no también a un rey prisionero proveniente del Atlántico? Si realmente el Mencey Belicar inspiró las estatuas, la Torre del Reloj encierra un doble mensaje: no solo la celebración de la potencia veneciana, sino también la memoria silenciosa de un pueblo lejano, los guanches, cuya voz estaba a punto de apagarse bajo la conquista castellana.
Por desgracia, la vida del rey de Tenerife en Venecia no tuvo el final feliz de un cuento. Tras algunos años fue trasladado a Padua, donde las crónicas cuentan que murió de melancolía. Arrancado de su tierra, de su lengua y de sus montañas volcánicas, el Mencey nunca logró adaptarse. Y, sin embargo, si realmente su rostro y su figura reviven en los Moros del Reloj, el destino le reservó una extraña forma de eternidad. De prisionero olvidado a símbolo inmortal que marca las horas en la plaza más famosa del mundo.
Un repique que lleva lejos.
Hoy, mientras te detienes bajo la Torre y escuchas el repique metálico, puedes intentar imaginar esta historia. No son solo dos estatuas las que marcan el tiempo, sino quizá el eco de un rey atlántico que encontró su último destino en la Laguna. La leyenda de los Moros añade encanto a un lugar ya de por sí único. Es una invitación a mirar más allá de la superficie, a descubrir cómo cada piedra de Venecia esconde lazos insospechados con pueblos lejanos y episodios olvidados. Porque en Venecia, de verdad, cada hora que suena cuenta no solo el tiempo que pasa, sino también las historias que el mar ha traído hasta aquí.