La huella/herencia de Italia en Tenerife

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La huella/herencia de Italia en Tenerife. Las Islas Canarias, emplazadas en la antesala del océano Atlántico tras la “puerta” que configura el estrecho de Gibraltar, fueron conformándose en el imaginario de Europa lentamente, gracias al heroísmo de aquellos primeros navegantes que trascendieron los límites hasta entonces conocidos.

El Archipiélago, que vivía aún hacia el año 1200 únicamente en la literatura de aquel momento, a la sombra de los apelativos otorgados por los autores grecolatinos que las llamaron Campos Elíseos, Islas Afortunadas o de los Bienaventurados o Jardín de las Hespérides, entremezclaba alusiones mitológicas con relatos difuminados de singladuras anónimas, todo bajo una densa bruma de misterio, leyenda y realidad deseada.

La “chispa” que marcó definitivamente el “redescubrimiento” de las Islas Canarias nació bajo el influjo de esa nueva era de descubrimientos que ansiaba encontrar nuevas rutas comerciales y ese movimiento lo llevaron a cabo los incipientes estados que regían el hasta entonces Viejo Continente en los estertores de la Baja Edad Media (siglos XI-XV), liderados por las repúblicas de Génova, Venecia y Florencia, rivalizando fuertemente en recursos e individualidades con las otras potencias del momento -Castilla, Aragón o la corona de Portugal, entre otras-.

De la mano de navegantes genoveses como los conocidos Teodosio Doria o Ugolino de Vivaldi, quienes recalaron en las Islas en aquellas primeras expediciones que iban en pos del horizonte y del progreso, puede afirmarse que Italia “rescató” de nuevo para el mundo occidental la presencia de Canarias, pasando de ser entidades efímeras que vivían en la imaginación de poetas y soñadores a ínsulas dotadas de una geografía contrastada y palpable.

Una prueba insoslayable de estos contactos preliminares por parte de marinos italianos en Canarias subyace en la isla de Lanzarote, que durante gran parte del siglo XIV figuró en los planisferios y cartulanos bajo el emblema del estado de Génova, vinculada a la figura de su descubridor, el caballero Lancelotto Mallocello, quien a la postre acabaría por dar nombre a dicha isla para la eternidad.

En este sentido puede hallarse incluso un testimonio tremendamente revelador en un autor consagrado como Giovanni Bocaccio, quien no solo no dudó en reflejar en una de sus obras la hazaña exploradora del navegante florentino Angiolino del Tegghia, que visitó varias de las islas en un famoso y aventurado periplo, sino que daba renombre a Tenerife -en aquel entonces, con El Teide en pleno proceso eruptivo- reforzando el apelativo con el que era conocida en aquellos siglos: la isla del Infierno, quién sabe si siguiendo las pautas para definir el averno que figuran en la literatura de Dante Alighieri, concretamente en su obra magna, “La Divina Comedia”.

Para consolidar ese legado italiano primigenio sobre las Islas contamos además con el relato de Francesco Petrarca, testigo de lujo del coronamiento del que fuera el primer (y único) «Príncipe de la Fortuna», don Luis de la Cerda, infante que fue elegido bajo influjo papal en Roma, para regir los designios iniciales de este Archipiélago, si bien nunca tuvo el gobierno efectivo de ninguna de las Islas.

Todos y cada uno de estos episodios atestiguan la herencia italiana que se vincula al resurgimiento de Canarias, un territorio fragmentado en medio del Atlántico con un pasado riquísimo en tradiciones, costumbres y usos multiculturales.

Daniel García Pulido Técnico especialista – ULL Biblioteca General y de Humanidades – Campus de Guajara.

La Laguna – Tenerife

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