Cuando la niebla “devora” Santa Cruz de Tenerife

Scritto il 04/09/2025
da Barbara Stolecka

A comienzos de agosto la ciudad despertó bajo un velo inusual.
No era la calima, sino una niebla densa y lechosa que alteró los ritmos: contornos borrados y sonidos amortiguados. Desde las alturas hasta el puerto llegaron imágenes del mismo telón blanco. La causa fue el encuentro de masas de aire: en altura, aire cálido y húmedo; en las capas bajas, aire más fresco. El encaje produjo una inversión térmica y la niebla de advección.

¿Niebla o calima? La diferencia no está en el efecto óptico, sino en el origen. La calima es polvo sahariano; la niebla de advección surge cuando aire húmedo y más cálido se desliza sobre una superficie más fría —mar o tierra— y el vapor condensa en miles de millones de gotitas suspendidas. El resultado es una nube baja que avanza lentamente, transformando la ciudad. Fachadas que se disuelven, campanarios como remos en la leche, farolas reducidas a alfileres de luz, palmeras suspendidas como en una postal. Para quien conduce no es solo espectáculo: la visibilidad se reduce y la prudencia es obligada.

Es un invitado raro en Santa Cruz, más acostumbrada a la calima. Y sin embargo, a veces regresa. Las crónicas registran el 14 de febrero de 1983, cuando un manto similar sorprendió a la ciudad. Desde entonces, anécdotas han echado raíces en el folclore urbano: quien cuenta que saludó a una boca de incendios creyendo que era un amigo, quien jura haber preguntado la hora a una papelera engullida por el vapor. Historias que no explican, pero muestran cómo permanecen en la memoria.

Los expertos despojan el misterio. Ningún prodigio: física de la atmósfera. Si la brisa se calma y la humedad es alta, la masa de aire templado se desliza sobre superficies más frías, el vapor condensa y la nube se extiende como un mantel sobre tejados y calles. A diferencia de las nieblas de llanura, aquí la orografía y los alisios suelen romper la estancación; cuando no ocurre, el efecto es teatral. A veces el sol disuelve todo en pocas horas; otras, la bruma resiste hasta la tarde y los paisajes reaparecen levantando un telón.

Hay una paradoja feliz: desorienta y, a la vez, educa. Una mañana de niebla impulsa a buscar el término correcto, a distinguir entre polvo y gotitas, a comprender que “advección” es transporte horizontal del aire. La curiosidad se convierte también en seguridad: quien reconoce el fenómeno reduce la velocidad, retrasa desplazamientos, elige rutas menos expuestas. Mientras tanto, la ciudad cambia de voz: el puerto calla, los cláxones se apagan, las sirenas suenan lejanas; cada sonido rebota en el velo blanco como un eco corto.

Luego, como llegó, la niebla se desvanece. El sol afila de nuevo los perfiles, los balcones recuperan color. Y queda la huella: durante unas horas Santa Cruz no fue ella misma, fue una ciudad invisible, un escenario natural donde ciencia e imaginación se encuentran. No hace falta elegir: la explicación cuenta el cómo, la poesía da el porqué. De aquella mañana quedan prudencia, asombro y una fotografía mental que resiste más que el fenómeno: una capital atlántica envuelta en un sueño blanco, efímero y memorable. Un recuerdo compartido.