El archipiélago de las Canarias no es solamente un mosaico de paisajes volcánicos y océanos turquesa: es una tierra donde la naturaleza sagrada late como un corazón antiguo, un lugar donde el mito no pertenece al pasado, sino que continúa respirando entre las rocas, las nieblas y el viento de los alisios.
Desde las cumbres nevadas del Teide hasta el pináculo solitario del Roque Idafe, las islas custodian la memoria de los guanches, un pueblo que supo leer el lenguaje secreto de los elementos. Para ellos, cada montaña era una divinidad, cada manantial, una ofrenda, cada piedra, un fragmento de espíritu (véase el museo: MUNA – Museo de Naturaleza y Arqueología).
Viajar por las Canarias, hoy, es un acto de escucha. Es acercarse a un mundo en el que la tierra no es telón de fondo, sino protagonista. Es comprender que lo sagrado no se encuentra en los templos, sino en la forma perfecta de un volcán o en el silencio de una roca que desafía el tiempo.
El Teide: El Altar del Mundo y la Prisión del Demonio
En la isla de Tenerife, el Teide domina el paisaje como un dios dormido. Con sus 3.715 metros, es la montaña más alta de España y el tercer volcán más grande del mundo desde la base oceánica (véase el Parque Nacional del Teide – Spain.info). Pero para los guanches, era mucho más que una cumbre: un altar cósmico, el punto en el que la tierra comunicaba con lo divino.
Ellos lo llamaban Echeyde, "la montaña del infierno", porque creían que en sus entrañas habitaba Guayota, el demonio del fuego y la oscuridad. Según la leyenda, Guayota un día raptó a Magec, el dios del Sol, y lo encarceló en las profundidades incandescentes del volcán.
El mundo precipitó en la oscuridad, y el pueblo, desesperado, elevó plegarias y sacrificios a Achamán, el dios supremo y creador. Movido por la compasión, Achamán descendió del cielo, abrió las tinieblas y liberó a Magec, devolviendo la luz al mundo. Luego, en un gesto de justicia divina, encerró a Guayota en el Teide, sellando su furia con un tapón de piedra.
Ese tapón, según la tradición, es el propio cráter que hoy vemos. Y cuando, en las noches límpidas, se vislumbran leves humos que se elevan de la cima, los guanches habrían dicho que Guayota aún respira, buscando en vano la libertad.
Subir al Teide, hoy, es como atravesar un texto mitológico grabado en la lava. Cada paso, desde Las Cañadas del Teide hasta la Rambleta, narra el diálogo milenario entre el hombre y la naturaleza. El paisaje, árido y casi lunar, invita a la meditación: un desierto de piedra que se convierte en un espejo interior. Es el lugar donde el fuego y el cielo se encuentran, donde el mito toma forma en la materia (véase el Ministerio para la Transición Ecológica – Parque Nacional del Teide).
Roque Idafe: La Columna que Sostiene el Cielo
En la isla de La Palma, en la vertiginosa Caldera de Taburiente, emerge el Roque Idafe, un monolito que se eleva más de 150 metros, solitario y vertical como una plegaria de piedra.
Para los guanches de La Palma, el Roque no era solamente una formación geológica: era la columna del mundo, el eje que sostenía el cielo y garantizaba el equilibrio del universo (véase la profundización sobre los guanches: Curiosidades sobre los guanches).
La leyenda cuenta que si alguna vez el Roque Idafe se derrumbara, el propio cielo precipitaría, arrastrando consigo el fin de todas las cosas. Por eso los antiguos habitantes realizaban ofrendas rituales —como frutas, leche de cabra, conchas marinas— a sus pies, para mantener su fuerza y su benevolencia.
Este culto expresaba la conciencia ecológica y espiritual de los guanches: sabían que la estabilidad del mundo dependía de la armonía entre el hombre y la naturaleza, y que romper ese pacto conllevaba la ruina.
Hoy, observando el Roque Idafe en la luz cambiante del amanecer o del atardecer, se percibe todavía su potencia simbólica. Es una columna que parece sostener no solo el cielo, sino también el peso del tiempo. Quien lo contempla no puede sino sentir el mismo respeto que los guanches sentían: la certeza de que la naturaleza, en su fragilidad, es la verdadera custodia de lo sagrado.
Lo sagrado en el aliento de la tierra
El Teide y el Roque Idafe encarnan dos polos opuestos; sin embargo, inseparables de la espiritualidad canaria: el volcán representa la fuerza, el fuego primordial, la potencia que moldea y destruye; el monolito expresa la estabilidad, la continuidad, la plegaria que sostiene el mundo. Juntos componen un sistema sagrado que revela la visión cósmica de los guanches — un universo en el que todo está conectado y cada elemento, incluso el más pequeño, participa del orden de la creación (véase también Museo MUNA – colección guanche).
Cuando el sol cae detrás de las crestas del Teide o el viento acaricia el Roque Idafe, las Canarias desvelan su rostro más auténtico: el del silencio. No un silencio vacío, sino denso de presencia — de la roca que recuerda, del océano que escucha, del fuego que todavía respira bajo la tierra. Es el silencio de lo sagrado, el que los guanches conocían íntimamente: el momento en que la naturaleza no pide ser dominada, sino simplemente comprendida (véase The Teide National Park – Tenerife On).
En una época que consume los paisajes con la mirada veloz del turista, estas islas nos ofrecen otra posibilidad: la de encontrar la sensibilidad perdida hacia la naturaleza, de reconocer que lo sagrado no es algo que buscar lejos, sino que vive en el propio aliento de la tierra. Caminar entre estos lugares se convierte entonces en un acto espiritual, un redescubrimiento de nuestra pequeña parte en el gran aliento del mundo. La montaña, la roca y el mar no son escenarios para fotografiar, sino maestros antiguos que escuchar. Y quizás, en el silencio de un amanecer en las alturas o en el crepúsculo que tiñe el océano, podamos todavía sentir, como un eco lejano, la voz de Achamán que recompone la luz y llama al hombre a su lugar en el círculo de la vida.

